NOTA DE LA REDACCIÓN: Con 21 años en Canal 13 de Televisión, Jorge Díaz Saenger traspasó sus espacios de comunicador. No solo fue periodista conductor y editor de noticiarios, sino su versatilidad lo llevó a ser guionista de telenovelas en el Área Dramática, obteniendo grandes éxitos. Se ha desempeñado en diarios, radios y como docente en institutos y universidades. Es Coach en Oratoria y Comunicación, además de locutor, escritor, conferencista y maestro de ceremonias en eventos institucionales y empresariales.

 

TEXTO: Jorge Díaz Saenger – FOTOGRAFÍAS: Jorge Díaz, Bendito Planeta y agencias

 

Fue tras ver una película cualquiera, una de esas que uno elige en Netflix sin muchas expectativas, la que encendió la chispa. Transcurría en Budapest, una ciudad que, debo confesar, conocía apenas por nombre. Solo sabía que era la capital de Hungría y nada más. Pero mientras avanzaban las escenas, me atraparon sus calles, su luz invernal, los perfiles antiguos de una urbe que parecía hablar desde siglos atrás. Y fue entonces cuando le dije a mi señora: «¿Y si vamos a Budapest?».

 

 

Teníamos en mente un viaje a Europa para visitar a uno de nuestros hijos que vive en Hamburgo, y la idea de sumar una ciudad desconocida nos entusiasmó. Así que lo hicimos: agregamos Budapest a nuestro itinerario, casi como quien escribe un nombre en la arena sin saber qué traerá la marea. Llegamos en febrero. El frío nos recibió con los brazos abiertos, seco y cortante, pero también noble y evocador. La primera impresión fue de asombro. Budapest se nos presentó como un descubrimiento monumental, una ciudad que no pide permiso para entrar en la memoria. A orillas del majestuoso río Danubio, entendimos de inmediato que allí latía una historia compleja y profunda, una ciudad que fue cruzada y marcada por imperios, guerras y resiliencia.

 

 

 

Una de las primeras revelaciones fue descubrir que Budapest es, en realidad, la unión de dos mitades: Buda, la parte montañosa y señorial, y Pest, la llanura vibrante y cosmopolita. Nos contaron que Buda para algunos significa “agua”, por sus numerosos manantiales termales que hoy son spas medicinales, herencia viva de los romanos y los otomanos. Las cicatrices de la Segunda Guerra Mundial todavía se dejan ver, aunque la ciudad se ha reconstruido con admirable dignidad. Nos hablaron de la comunidad judía, golpeada brutalmente por el nazismo. Y de los puentes sobre el Danubio, todos destruidos por los alemanes para frenar el avance soviético. Entre ellos, destaca el imponente Puente de las Cadenas, del siglo XIX, que une Buda con Pest como si quisiera recordar a diario que lo que fue separado puede volver a unirse.

 

 

 

En Buda, recorrimos a pie la Ciudad Vieja y su Castillo, que aloja el Museo de Historia de Budapest. Desde allí, la vista del Danubio y de Pest al otro lado del río es simplemente conmovedora, como una postal suspendida en el tiempo. Nos adentramos en callejones empedrados, respiramos siglos en cada piedra y cada muro.

 

 

Budapest se entrega al visitante con generosidad: desde sus edificios barrocos y art nouveau, hasta sus cafés literarios, sus mercados, su gastronomía sabrosa y especiada. Probamos platos húngaros intensos y reconfortantes, perfectos para el invierno. Pero lo que más agradecimos fueron los recorridos a pie con guías hispanohablantes, verdaderos narradores que tejían historias con rigor y pasión. Con ellos, Budapest se volvía no solo visible, sino comprensible.

 

 

En un entorno inolvidable, la Plaza de los héroes: ese monumento conmemorativo a los caídos durante la Revolución de 1848 y la Primera Guerra Mundial.

 

 

Regresamos con la certeza de haber vivido algo único. Una visita increíblemente provechosa, de esas que se instalan en el alma. Budapest no fue solo un destino más. Fue, para nosotros, un hallazgo. Un encuentro. Un viaje inesperado al corazón de Europa del que nunca nos vamos a olvidar.