TEXTO: Anamaría Sir de la Fuente. FOTOGRAFÍAS: Anamaría Sir y Wikipedia.

 

Los ladrillos cocidos en sus más variadas tonalidades de rojo son la firma arquitectónica de Albi, ciudad francesa que recibió la distinción de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2010, de la cual reconozco que jamás había escuchado ni remotamente. Y es que este popular material de construcción rectangular, introducido por los romanos en el siglo I, confiere a este conjunto urbano una elegante y cálida armonía, con un atractivo cautivador que pese al paso de los siglos, ha conservado una homogeneidad excepcional (para que no se equivoquen, Albi se pronuncia en francés con acento en la í).

 

 

Llegamos a la ciudad bajo una lluvia torrencial y a pesar del mal tiempo, nuestro interés por conocerla no declinó; nos alojamos en el hotel Mercure Albi Bastides, que funciona nada menos que en un renovado molino de agua de 1770, ubicado a orillas del Río Tarn, el punto de partida ideal para visitar los pintorescos distritos medievales que ofrece la ciudad. Fueron las arcillas de este río la materia prima para elaborar los ladrillos rojos que caracterizan su arquitectura local, ya sea en su catedral, en sus casas, puentes, palacios o molinos.

 

 

Lo más destacado de Albi, sin duda, es la catedral de Santa Cecilia, obra maestra del arte gótico meridional, que sorprende por sus decoraciones renacentistas y su fuerza espiritual. Ostenta el título de ser la catedral de ladrillo más grande del mundo y en su interior, todo es arte: no le queda ni un centímetro cuadrado sin pintar. La bóveda, con su fondo azul, me recordó el gran comedor del colegio de Harry Potter en Hogwarts, con su techo encantado mostrando el cielo. Eso sí, aquí no hay truco de magia, sino el mayor conjunto de pinturas italianas realizadas en Francia a comienzos del Renacimiento: 18.500 metros cuadrados de frescos, siendo además, la catedral pintada más grande de Europa.

 

 

Contiguo a Santa Cecilia está el Palacio de la Berbie, otro gran edificio medieval de la misma época -entre los siglos XIII y XV- donde está instalado el Museo Toulouse-Lautrec, que posee la colección más importante del mundo de obras del artista: 219 pinturas, 31 carteles que realizó entre 1891 y 1900, y centenares de dibujos y litografías de todas las etapas de producción del pintor. Henri de Toulouse-Lautrec nació en Albi y murió con apenas 36 años de una rara enfermedad, la “picnodisostosis”, que hoy se conoce como el síndrome de Toulouse-Lautrec. Se identifica por estatura baja, densidad aumentada en los huesos, fracturas con mala consolidación, frente prominente y manos con dedos cortos, entre otros defectos. Cuando su madre quiso dedicarle un museo en París, la capital ¡lo rechazó!, lo que sin duda favoreció enormemente a su ciudad natal.

 

 

Siendo uno de los mayores pintores postimpresionistas de la historia, su obra se inició con paisajes de campo, principalmente de caballos, animales que adoraba pero que, por culpa de sus problemas físicos, no podía montar. Después se fue a París, donde se hizo muy conocido porque representó como nadie la vida nocturna de la capital francesa. Viniendo de una familia adinerada,  hizo carteles para el Moulin Rouge -el cabaret más famoso de París- por los que no cobró ni un centavo e innumerables imágenes de los burdeles de la ciudad, en los que llegó a vivir. El museo está abierto de martes a domingo, de 10:00 a 12:30 y de 14:00 a 18:00, y la entrada general cuesta 10 euros. Pero, ojo, tiene un aforo máximo de visitantes. Nosotros tuvimos que volver al otro día pese a que ¡queríamos aprovechar de esquivar la lluvia en su interior!

 

 

Otros lugares que se pueden recorrer son los numerosos puentes de la ciudad que ofrecen preciosas vistas sobre el río Tarn, entre ellos el Pont-Vieux, uno de los más antiguos de origen medieval todavía en uso en Francia. Y para que decir lo lindo que es caminar por las calles medievales, donde uno se siente un poco extraño porque las paredes de los edificios no son verticales, se inclinan hacia el exterior conforme se alejan del suelo, algo que se hizo no por construir más pisos de los debidos, sino porque en esa época los impuestos se calculaban sobre el espacio de la planta baja, sin tener en cuenta ¡si la planta de arriba era más grande o había más pisos!

 

 

En fin, la Ville Rouge –ciudad roja o la Dame de Brique (dama de ladrillo), ambos sobrenombres como se conoce a Albi pese a su reducido tamaño- ofrece harto para descubrir y es una ciudad que tiene muchos motivos para sentirse orgullosa de sí misma.