Quienes han seguido a Bendito Planeta durante los últimos 7 años, saben que en esta revista de turismo digital escribimos sobre nuestros viajes de ensueño. Y en estos días de Semana Santa en el que el Cristianismo rememora la pasión de Cristo, no podía dejar de pensar en cómo se gestó, antes que existiera Bendito Planeta, un viaje con mis hermanos y amigos al Viejo Mundo.

 

 

Una de nuestras metas era conocer Jerusalén y dejarnos sorprender por la Basílica del Santo Sepulcro. Mirar ahora las imágenes de este lugar sagrado, uno de los más venerados e importantes del Cristianismo, aún me sobrecoge. A la Ciudad Vieja -donde está la iglesia- se ingresa por la Puerta de Damasco. Y ya  adentro, uno se encuentra hasta con peregrinos que replican el camino de la Vía Dolorosa, el camino en que Jesús cargó la cruz hasta el Calvario, abriéndose paso en la medida de lo posible entre tiendas y vendedores de un también abierto mercado callejero.

 

 

En búsqueda de un significado espiritual y aunque la Basílica del Santo Sepulcro esté en reparaciones, más de 3.000 turistas lleguen diariamente a tocar la lápida, donde se supone fue enterrado el cuerpo de Jesús. Construida originalmente el año 335 DC, la iglesia ha sido restaurada varias veces. Para mantenerla, conviven allí  6 confesiones cristianas bajo un sistema llamado Status Quo, establecido por el Imperio Otomano. Desde el siglo XIV, los «Franciscanos de la Custodia de Tierra Santa» son los representantes oficiales de la Iglesia Católica, junto a labores que también desempeñan en el edificio la Iglesia Ortodoxa Griega, la Apostólica Armenia, la Ortodoxa Copta, la de Siria y la Etíope.

 

 

Aparte de la lápida, una fila enorme (que a veces habría durado hasta 3 horas) rodea a una cripta, iluminada con velas y en la que solo caben 4 personas, donde Jesus habría sido crucificado. Un sacerdote de barba larga, que nos tocó ese día a cargo, a voz en cuello daba 3 minutos a quienes quisieran entrar, para de inmediato instarlos a salir. Una proeza, a pesar que su vozarrón nos aterraba en la medida que nos acercábamos a ingresar. De no creerlo, después todos salíamos sintiéndonos casi como en trance.

 

 

Como despedida, quisimos tomarnos una fotografía. Lograrlo también fue casi un milagro. Era tal la cantidad de gente que entraba y salía de este sitio (el que para millones de creyentes no es solo una reliquia sino un lugar vivo de la fe), que nos costó abrirnos un pequeño espacio cuando ya estábamos afuera. Por lo que nuestra gratitud a quien nos regaló esta imagen que hoy para nosotros es un recuerdo histórico.

 

 

Tiempo después, recuerdo haberle preguntado a un dirigente eclesiástico por qué Occidente era mayoritariamente cristiano. Y su respuesta fue: “Porque en esta tierra existió un hombre santo que nos cautivó”.