TEXTO Y FOTOGRAFÍAS: Verónica Díaz Santibañez

 

Fue en el mes de diciembre, pero en 1980, cuando visité Rio de Janeiro por primera vez, junto a mi curso de colegio como gran evento y parte de la gira de estudios. 44 años después volví a recorrer sus típicos lugares, pero esta vez fue un regalo de cumpleaños de mi hija Catalina. Aquí van una líneas dedicadas a esta ciudad que hoy por hoy es full destino de las vacaciones de los chilenos.

 

 

La verdad, ¿la verdad? Es bien poco lo que me acuerdo de mi viaje de estudios hace 44 años porque de estudios yo diría que no tuvo mucho. Más me acuerdo de las leseras y cómo nos divertimos con mis compañeros, con los que hicimos historia, porque fuimos el primer colegio de Rancagua en salir al extranjero y en la línea aérea Ladeco. Viaje que estuvo en peligro porque a la primera noche en el hotel ya nos quería echar por desordenados. Si, uno que no nombraré, hasta se vistió de mujer, causando sensación en nuestro profesor jefe.

 

 

Así es que volver a Río y recorrer sus icónicas playas y lugares turísticos fue casi como ir de nuevo por primera vez. Y claro, será por deformación periodística, pero ahora uno se fija en muchas más cosas y repara en muchos más detalles. A la llegada, el calor sofocante es el mismo de hace cuatro décadas, pero esta vez pensé que no iba a resistir… ¿Será que ahora el cambio climático se hace sentir en todas partes y que todo es más intenso?… Pero me acostumbré. Y para ser franca, la primera impresión de la ciudad camino al hotel no fue muy bonita. Atochamiento en todas las calles y lo que no podía creer era la cantidad de motos como moscas entre los autos (igual que acá), pero tocando la bocina permanentemente! ¡Broma! Ni una conciencia de contaminación acústica. En fin…

Hace 44 años el hotel que nos alojó fue el Leme Palace frente a Copacabana, ahora fue el Golden Park, un poco más alejado. Pero antes no recuerdo haber andado en metro, aunque me contaban mis compañeros que algunos lo hicieron, no sé si escapados del programa oficial o por iniciativa propia, pero ahora este fue nuestro transporte permanente, gracias a mi hija que con el manejo de aplicaciones (no sé cuáles) nos paseábamos como Pedro por su casa. ¡Qué maravilla es viajar con la generación millennial! Yo la seguía no más. En el metro recorrimos todas las playas y, al igual que a algunos de mis compañeros, también me llamó la atención que las puertas de los vagones se habrían a ambos lados, debido al funcionamiento de dos líneas simultáneas. Fuimos además a Botafogo, y a Uruguaiana (donde hay un barrio como Meiggs, pero debo decir con mucha pena por Chile, que mucho más ordenado y seguro que acá, y eso que en Brasil igual alertan mucho respecto de la delincuencia. No nos pasó nada ni vi algún episodio relacionado). Nuestro objetivo: la camiseta de Flamengo, pero sin mangas.

 

 

Y fuimos el primer día a Copacabana. ¡Qué maravilla! Pensar que acá en Chile hay muchas playas que están desapareciendo. Y sus aguas qué decir, era para quedarse horas flotando (léase no por gorda, sino por relajo). No compramos absolutamente nada en la playa por seguridad. Lo que sí, para acompañar unos sándwiches de almuerzo en la costanera, pedimos unas 3 caipiriñas al hilo, porque estaban en oferta (100 pesos brasileños = mil pesos chilenos).

 

 

Segundo día, Barra de Tijuca, ubicada al norte de Ipanema, dicen que es la playa más linda de Río. Si les cuento que estábamos absolutamente solas en una playa de Brasil, ¿lo creerían?, salvo por un pequeño detalle, estaba lloviznando (leve), pero fue literal. No hacía una gota de frío, así es que estuvimos descansando y admirando un paisaje más exclusivo, y un mar que parecía piscina, sin olas. Era como estar en el paraíso (aunque nunca he estado, ni espero estarlo todavía). Caminamos toda la playa, y a la vuelta, por la costanera maravillosa, pero que al igual que en las otras playas, el respeto por el cruce de peatones no existe. Simplemente había que pasar corriendo y aquí el vehículo tiene la preferencia.

 

 

Tercer día, tour a Buzios, a tres horas de Río de Janeiro, donde su gran atracción sigue siendo la estatua de Brigitte Bardot. Realmente precioso con sus calles de adoquines. Aquí si me acordé de nuestro recorrido a las islas tropicales con mis compañeros de curso, atravesando el Río Itacuruca. No era el mismo lugar, según me confirmaron, pero el paseo tenía la misma lógica. Visitar distintas islas, donde el velero o catamarán se ubica a una distancia cercana y los que querían nadar y hacer gala de piqueros, como yo, nos tiramos. Otros fueron equipados en busca de corales. Con mi curso, incluso almorzamos en una de las islas, y algunos comieron tiburón…yo no me acuerdo ni del almuerzo ni qué comí.

 

 

Cuarto día, mi guía millennial inmediatamente ubicó un mall en Botafogo, ideal para vitrinear y tomarse un café porque estaba lloviendo. La infaltable anécdota: íbamos saliendo del hotel y le digo a mi hija, qué inteligentes somos, trajimos paraguas… no terminaba de echarme flores, y pasa un auto por una posa y me deja absolutamente mojada. ¡Solo a mi! En fin, el mall maravilloso, pero, aunque parezca que el portugués es fácil de entender, tiene sus complicaciones: tomándonos un café no podía explicarle al mozo que quería sin crema, y él algo mencionaba parecido a “chuchulli”, cuando después de hartos minutos logré descifrar que era crema chantilly. Lo mismo que le pasó a una compañera hace 44 años, cuando quería comprar una toalla lisa, sin estampado, y le trajeron una con la mona lisa. ¡Qué divertido!

 

 

Quinto día, fue intenso para recorrer los lugares icónicos. Partimos en la mañana al Corcovado, a visitar el Cristo. ¡Cómo no!, quería ver si después de 44 años estaba igual y no se había movido. Y estaba igual, imponente, muchísima gente, y lo que hace décadas alegué de que eran muchas escalinatas para subir a pié (220 escalones), a los 60 años, debo decir con orgullo, que los subí casi corriendo, gracias a mi cultivo por el deporte. Me di el gusto de sacarme una foto en el mismo lugar donde me paré cuando era una estudiante de colegio, y ahora retratarme siendo periodista, madre de 3 hijos.

 

 

En el recorrido al Pan de Azúcar, nos detuvimos en el Estadio Jornalista Mário Filho, conocido popularmente como Maracaná. Es el estadio más grande de Brasil y fue el más grande del mundo durante mucho tiempo. Hoy tiene una capacidad para 78 mil espectadores, aproximadamente. La infaltable foto con la copa del mundo, y la bandera chilena y nos preguntaban mucho por Arturo Vidal, por supuesto. Su fama allá es muy parecida a la de acá, por lo bueno y por lo malo.

 

 

Seguimos a la Catedral Metropolitana, dedicada a San Sebastián, patrono de Río de Janeiro, que fue construida en 1964. Es un edificio modernista diseñado sobre la avenida República de Chile. Está inspirada en las pirámides de Centroamérica​ y combina en su diseño una planta circular con un techo en el que destaca una cruz griega, la que es proyectada por 4 vitrales. En el exterior, la cruz y campanario están separados.

 

 

Y por supuesto, una parada en la famosa escalera de Selarón, se hizo conocida internacionalmente por la llamativa decoración que le hizo el artista plástico chileno Jorge Selarón, trabajo que inició en 1990 y que continúa en una renovación constante. Considerada por su autor como una obra «viva y mutante», la escalera tiene 125 metros y 215 peldaños, y está completamente revestida de piezas de cerámica de distintos colores, tamaños y formas. Algunas de ellas contienen dibujos en su interior. Costó sacarse una foto sola, pero lo logramos.

 

 

Llegamos al Pan de Azúcar. Igual que hace 44 años, con más gente diría yo, porque la media cola que hicimos antes de subir fue de al menos 2 horas. Tengo fotos de hace 44 años con pájaros del lugar. Ahora no vi ninguno, no sé si por el cansancio o porque simplemente veo menos. Arriba, una cafetería que no recordaba, y un atardecer maravilloso que coronó un día mágico, para ver finalmente Río de noche. Toda espera valió la pena.

 

 

 

Último día, en Ipanema. Qué maravilla gozar de ese mar “cálido” para cualquier chileno, donde arrendar un quitasol costaba 2.500 pesos, y donde contemplar la puesta de sol fue la última postal de un viaje inolvidable viviendo el hoy y el ayer.

 

 

Nos faltó la ida a un restaurante típico brasileño, como hace 44 años que fuimos al Oba Oba que, según me cuentan mis compañeros, la rompimos porque nos sabíamos las canciones de todos los otros países, y cuando tocó el nuestro, “guateamos” porque no la sabíamos, así es que la cambiaron por el infaltable “Si vas para Chile”. Algunos hicieron gala de sus dotes bailables con una mezcla de zamba/cumbia.

 

 

Río de Janeiro, cidade maravilhosa, pero que tiene mucho que hacer para superar su pobreza (gente durmiendo en las calles por todos lados) y por subirse al carro de la sustentabilidad y los objetivos ODS (objetivos de desarrollo sostenible). Aun así, recomendable ciento por ciento, sobre todo ahora por el tipo de cambio, aunque en 1980 estaba mejor todavía: el dólar estaba a 39 pesos chilenos. Volvería a Río mil veces… Espero, eso sí, que no pasen 44 años más porque para entonces seguramente ya no estaré.