Fue el destino del que menos información tenía sobre las islas griegas. Sin embargo, conocerlo resultó sorprendentemente impactante.

 

 

No conocimos Argostoli de inmediato. Y es que tan pronto desembarcamos en este principal puerto y capital de la isla Cefalonia, la organización del crucero Voyager of the Seas nos llevó de inmediato, a 40 kms de distancia, a conocer las cuevas de Drogarati. Una joya de la naturaleza, descubierta después del gran terremoto de 1953 que arrasó virtualmente con la isla completa (causando más daños que los bombardeos sufridos durante la II Guerra Mundial), pero que -no obstante- reveló la entrada de una cueva a profundidades insospechadas. Descendiendo las gradas en fila india -con cientos de turistas que respetaban su entorno en sacro silencio- nos deslumbramos ante un mundo bajo tierra con más de 10 mil años de antigüedad. Su explanada central (el gran hall) con una acústica excepcional, conmovería a  Maria Callas en su primera visita, tanto que la soprano italiana daría allí el primer concierto que tuvo lugar al interior de la cueva. En el recorrido, uno podía palpar estalactitas que parecían cortinas que caían desde el cielo y estalagmitas, formaciones rocosas parecidas a vidrios, que surgían del suelo en un camino cuidadosamente señalizado.

 

 

Otro sorpresa fue la maravilla geológica de Mythos, un acantilado de piedra caliza que, al fondo, muestra una playa semicircular de 800 metros de arena blanca, considerada una de las mejores playas del Mediterráneo. Ese día, y solo allí, nos llovió a chuzos. Así y todo, le pedimos al conductor del vehículo que bajara por ese camino de tierra de 2 kms, lleno de curvas cerradas, hasta llegar a ese escenario de ensueño, bañado durante siglos por el Mar Jónico. Algunos de nosotros se bajaron sin importar empaparse. Ya estábamos ahí y no se podía perder la oportunidad. Judith nos dio el ejemplo. Ella quería llegar hasta la orilla. Gonzalo, sin dudarlo, la siguió: “No puedo desconocer esa señal”, agregó sumándose.

 

 

Llegando a Argostoli mismo, paramos ante uno de los símbolos de la ciudad, el Puente Drapano, que cruza otro de los lugares míticos de la isla, el lago Koutavos: una obra de 900 metros de largo, construida en piedra durante la época de la protección británica. Algunos de nosotros se bajaron al comienzo del puente para entrar a la ciudad caminando. Los restantes dimos la vuelta por tierra para recibirlos en la otra orilla. Allí la estrella era la costanera de Argostoli, diseñada con piedras en base a líneas zigzagueantes, que nos mostraron a esta capital, de 150 mil habitantes, absolutamente preciosa.

 

 

Esa tarde, al regresar a nuestro crucero, nos dispusimos a observar el atardecer desde la cubierta y luego entrar a cenar al restaurante que teníamos asignado. Sin embargo, nada nos presagiaría que el tiempo cambiaría a partir de entonces. La señal nos llegó con los rayos y truenos que nos despertaron en alta mar durante la noche y que nos acompañarían hasta Kotor, en Montenegro. Un nuevo destino donde desembarcaríamos al amanecer.