Pequeña, encantadora, de solo 10.000 habitantes, Mykonos pudo ser la isla griega que uno hubiese elegido para vivir. La conocimos el 16 de septiembre cuando zarpamos desde el puerto de Pireo, al sur de Atenas, en el crucero Voyager of the Seas para iniciar una travesía de 7 noches por el Mediterráneo. Conocer nuestras habitaciones, recorrer desde el primer piso hasta el 12, e identificar donde estaban los deks más entretenidos (como dónde tenía lugar el baile, dónde los espectáculos de Broadway, los concursos y hasta las competencias de karaoke para cantar a voz en cuello) fueron parte del ambiente de fiesta que nos envolvió a todos. Gente contenta, cantando al ritmo de la orquesta en el Deck 5, en medio de promociones que ofrecían distintas tiendas de lujo, además de restaurantes abiertos para todos, fue parte de la expectación que nos invadió, previo a lo que estaba por suceder.

 

 

La algarabía tuvo punto final y se nos advirtió esa misma noche: bajaríamos a tierra a partir de las 7:00 de la mañana. El Sea bus (un barquito auxiliar) nos llevaría a Mykonos  y nos dejaría a 10 minutos a pie de su centro histórico. Aunque el comercio no abriera antes de las 10:00, tomamos taxi de inmediato para no perder un minuto. A pesar que a esa hora la ciudad pudiese estar desierta, nos adentramos por sus calles estrechas, laberínticas, en que cada rincón por el que uno transitaba era precioso. Casita cúbicas pintadas de blanco, con sus puertas y balcones de colores, en senderos tan pequeños en que apenas cabía un van para llevar mercadería. Tampoco nos asustó perdernos. Sabíamos que siempre llegaríamos a Little Venice, en la otra orilla de la península, donde sus casas del siglo XVIII están adosadas con sus ventanas y balcones a la orilla del mar.

 

 

Mykonos fue una isla pobre. Esto hasta el auge del turismo que tuvo lugar en los años ´50 en que, con la llegada de cruceros, el flujo de visitantes aumentó de 5.000 en aquella época, a 300.000 el año 2000. Hoy la ciudad vive del turismo y recibe a mil viajeros diarios que se pasean a lo largo de la costa. A su orilla, gran cantidad de bares y restaurantes, sobre todo en la pasarela angosta -de suelo de piedra en Little Venice– que apenas permite el paso de transeúntes entre el agua y los restaurantes. Nos llegó a dar susto porque la rompiente de la pequeña ola parecía a punto de sobrepasar la pasarela. Hasta que sucedió lo predecible. Mientras sorbíamos tranquilamente un típico café griego, un turista mayor estrepitosamente resbaló ante nuestros ojos. Solo porque Judith reaccionó al instante y alcanzó a sostenerlo firme, ese hombre no azotó su cabeza en el suelo de piedra o caído al mar. Judith quedó adolorida. Pero, él se levantó riendo, creyendo que solo había sido un mal paso y siguió su camino. De solo recordarlo hoy, todavía yo no me recupero.

 

 

Si las casitas de Mykonos no nos dejaban de sorprender, los molinos de viento en lo alto de la colina, próximos a Little Venice, fueron el otro atractivo icónico, un hito, su estampa típica. Hoy solo dos de ellos están abiertos a público. Sin embargo, hace 300 años cumplieron un rol fundamental como almacenes de harinas procesadas y granos crudos. Situados frente al puerto de Alefkandra, su ubicación estratégica fue clave para el crecimiento económico de la isla. Algunos han sido renovados, otros convertidos en casas modernas o en alojamientos exclusivos. No obstante, todos ellos ostentan el pasado agrícola de la isla, lugar desde los cuales se tiene la mejor vista del Mar Egeo.

 

 

En las afueras del centro histórico muchas playas, a las que uno llega por carreteras empinadas. De aquí que arrendamos jeep, a fin de recorrer lo máximo posible antes de alcanzar a tiempo el último Sea Bus que nos llevaría de vuelta al Voyager. Dado que la isla es considerada ideal para fiestar, terminamos en Paradise Beach, uno de los epicentros juveniles más concurridos y a donde más gente llega de sus alrededores. Antes de partir, fue ineludible darse un rápido chapuzón en las aguas del Mediterráneo, expectantes ante la cena que compartiríamos esa noche en el restaurante que habíamos reservado para nuestro regreso a bordo. Porque ese 17 de septiembre celebraríamos el cumpleaños de Pablo, para nosotros, siempre una fecha inolvidable.

 

 

Mykonos podrá parecer chiquito. Así y todo, fue más hermoso de lo que nunca nos imaginamos.