Padre e hijo, partners en aventuras de este deporte submarino, experimentan la emoción de admirar animales marinos que nunca habían visto bajo el agua, denunciando al mismo tiempo el incomprensible abuso observado en otros destinos caribeños cercanos.

 

 

TEXTO Y FOTOGRAFIAS: Pablo Redondo

 

Me entusiasmó comprobar que nuestro viaje en crucero por el Caribe contemplaría cuatro destinos de buceo. Sin embargo, un frente de mal tiempo -que nos venía acompañando desde hacía días- hizo imposible bucear en los dos primeros: Key West y Belice. Así, en medio de total incertidumbre, tocamos tierra en Cozumel, México -una isla frente a Playa del Carmen- en cuyas costas está la segunda barrera de coral más grande del mundo. Bucear allá era un imperdible. Si bien hasta el día antes de llegar estuvimos chequeando el clima y los vientos, no teníamos claro si el puerto estaría abierto o no. Nos levantamos muy temprano con la esperanza de que el clima nos diera la oportunidad. Y asi fue.

 

 

Puerto abierto, buzo al agua. Nos recibió Ariel, un instructor israelita que llevaba 8 años viviendo en Cozumel, tratando de vivir una vida mas tranquila y haciendo familia en México: “No quiero vivir en un ambiente tan agresivo”, me comentó en una conversación mientras armábamos equipos. Y tras 45 minutos de navegación una guía, cuya reputación estaba muy bien ganada, nos acompañó en nuestra primera inmersión. Con una visibilidad de unos 60 metros y aguas cristalinas, la flora parecía sacada de documental, aún más cuando peces de distintos tamaños y colores la adornaban como árbol de pascua.

 

 

Rápidamente la fauna mayor se dejó ver. Mantas, tiburones y tortugas aparecían elegantemente a una distancia discreta para solo mostrarse, sin que fuesen molestados por estos humanos curiosos y torpes. Luego de nuestro tiempo de superficie, volvimos por la segunda inmersión, en que nos fue reconfortante poder apreciar este maravilloso lado del planeta, donde todos los problemas desaparecen, y uno se siente lleno de paz y agradecimientos.

 

 

En nuestro retorno a tierra, nuevamente nos vimos en posición de agradecer la oportunidad. Se cerró el cielo y comenzó una lluvia torrencial, lo que nos hizo entender que ese buceo había sido un regalo y que había llegado a fin. Hora de salir y cerrar puerto nuevamente.

 

 

Al día siguiente, en lo que sería nuestro cuarto destino, llegamos a Gran Cayman. Por problemas de horario, desafortunadamente no pudimos bucear. De aquí que con Lucas, mi hijo y partner de aventuras, decidimos ir a un sector donde era posible ver mantarrayas. Nuestra decepción fue mayúscula. Las mantas se encuentran en un sector bajo, a media hora de tierra firme, donde los operadores turísticos llevan pasajeros en grandes botes, embarcaciones con las que cercan este bajo que está poblado de mantas y que ellos, a su vez, alimentan. Nos pareció inaceptable que turistas, presentes en esta aberración, tocaran estas mascotas acuáticas y las abrazaran sin parar. En mis años de viajes y buceos jamás había visto una situación más horrorosa: un nivel de abuso, de inconsciencia y de falta de respeto por la naturaleza y sus habitantes. Desagradado por lo que observaba, prometí no volver nunca, de ninguna forma, a aportar al abuso de ninguna especie, fuese submarina o no. Las especies salvajes nos seguirán maravillando en la medida que no alteremos ni su medio ambiente ni su comportamiento. Solo dejarlas vivir en paz.