Nunca había escuchado hablar de esta localidad. Sin embargo, cuando gente amiga supo que yo viajaba a Guatemala, el comentario general fue: “Tienes que ir a Chichicastenango”. Y aunque este destino no estaba incluído dentro del programa inicial dispuesto por Inguat, su Instituto de Turismo -ya que el atractivo de Chichicastenango se centra durante los días jueves y domingos- por fortuna aterrizamos, vía Copa Airlines desde Panamá, en la madrugada de un domingo. Y sin dejar las maletas en ningún hotel, emprendimos viaje por tierra a 145 kms de la capital. Para Andrea Lima, agente de viajes, y yo el trayecto que emprendimos por una moderna autopista fue como subir y bajar montañas sin parar. Hasta que topamos, así de frente, nada menos que con la feria artesanal más grande en su género de Centroamérica, de población mayoría indígena (y de ella, de la etnia quiché), con callejuelas repletas de vendedores que exponían sus productos textiles, bordados a mano, alrededor de un pequeño monte -en cuya cumbre está la Iglesia de Santo Tomás- dentro de un área repleta de turistas extranjeros alucinados, como nosotras, por un estallido de colores total.

 

 

En Chichicastenango, la Iglesia de Santo Tomás tiene importancia vital. Porque fue aquí donde se encontró el “Popol Vuh”, considerado el Libro Sagrado de los mayas, escrito por el indígena Diego Reynoso en 1550 y traducido al castellano por el fray Francisco Ximenez OP, cuando el poblado era doctrina (dominio) de los domínicos: una recopilación de narraciones míticas y legendarias sobre el origen de la humanidad. De aquí que en el interior del templo (donde destaca la imagen de San Sebastián, del siglo XVI) se realizan tanto ceremonias católicas  como ancestrales que ofician sacerdotes mayas. En tanto, para acceder a esta iglesia parroquial, la gente sube una escalinata de 18 gradas, las que representan los 18 meses, de 20 días, del calendario maya.

 

 

Una localidad donde sus fiestas superan todo lo que uno se pueda imaginar. Diez celebraciones masivas tienen lugar todos los años con asistencia de gente -que llega hasta de sus alrededores- usando máscaras tradicionales y pesados trajes de metal. Estos, confeccionados principalmente por “La Morería”, negocio familiar de Miguel Angel Ignacio que, ya en su cuarta generación, trabaja intrincados trajes de moros, inspirados en los que usaban sus propios antepasados.“Esto porque nosotros, los indígenas, no teníamos un espacio para poder participar. Y con el tiempo nos especializamos en máscaras decorativas que se relacionan con el calendario maya y otras auténticas que se utilizan en los bailes de moros, siempre al son de nuestras marimbas, infaltables en todo lugar…”. Un trabajo de calidad tan rentable que Miguel Angel piensa abrir puertas muy pronto en Estados Unidos, país al que el año pasado viajó dos veces y del que ahora acababa de regresar.

 

 

Y aunque parezca contradictorio, en Chichicastenango también se me encogió el corazón. Pena, por un lado, porque estuvimos tan pocas horas, habiendo tanta historia más por conocer. Y por otro, los momentos imborrables vividos al adentrarnos en costumbres provenentes de antaño. Como, por ejemplo, descubrir a último momento que la joven que nos acompañó como guía voluntaria gran parte del recorrido por la feria -y que siempre llevó a sus espaldas un pequeño bulto- lo que llevaba dentro era su bebé de solo 20 días. “¿Pero, cómo estás trabajando?”, fue nuestra reacción. “¿Qué dice tu marido?” A lo que ella respondió: “Nosotros nos separamos hace 3 meses”. Esa imagen la recordaríamos por siempre.  Como alguien dijo, “parece mentira que a poco más de dos horas de la moderna Ciudad de Guatemala se encuentre, en este pueblo, la herencia maya (lo que resta del mundo precolombino) guardada con celo por el pueblo quiché».

 

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