Por intercambio estudiantil, en mi último año de colegio viví en Portland -Oregon- en casa de una modesta familia, cuya mamá -de ascendencia irlandesa -era una mujer de risa contagiante, buen humor y enorme bondad. Más tarde, como profesional, viví dos años en Nueva York y muchas veces, sentada en los escaños de la Catedral San Patricio, me pregunté quién era este santo irlandés que provocaba tanto revuelo en su día con restaurantes celebrabando a su patrono, mientras la cerveza irlandesa era el centro de las fiestas. Por contradictorio que parezca, tampoco entendí que -por más que les fuera bien en Estados Unidos- muchos irlandeses añoraban regresar. Y me bastó ahora pisar Dublin para comprender a un país que fuera hasta 1995 uno de los más pobres de Europa, que se convirtió en uno de los de mayores ingresos (como parte del fenómeno económico irlandés), que vivió una dura guerra civil para lograr su independencia y que vive hasta hoy las consecuencias de nacionalista división religiosa, pero donde la familia ejerce un rol fundamental.

 

 

El embajador Cristián Streeter me lo confirmó: “El tema de la familia es muy fuerte. Y ustedes lo van a entender cuando vayan a los bares. El bar es un lugar de encuentro del vecindario y la familia. Aquí que van desde niños a abuelos. No borrachines, como uno piensa. Ahí se conversa. Yo tenía la mala costumbre al principio de irme a leer los domingos allá un diario. Pero, al tercer domingo me di cuenta que era imposible. No había abierto una página, cuando tenía a uno de aquí preguntándome cosas de allá (se ríe)… Ahora voy a conversar. Todos conversan. Son muy alegres, buenos para las fiestas y para cantar. Es un pueblo querible. Yo los quiero muchísimo. Tienen una cosa latina, pero muy equilibrada. Tienen también esa cosa inglesa, muy educados… Y en los bares se puede entrar sin problemas porque el concepto de bar irlandés aquí es a toda edad. El bar es familiar”. De aquí que, llegando, me propuse conocer -casi primero que nada- la famosa área de Temple Bar.

 

 

Dublin es el mayor atractivo de Irlanda, una capital llena de vida de 2 millones de habitantes, en que todo gira en torno a su centro histórico. El área alrededor de College Green, dominada por el imponente edificio del Banco de Irlanda y Trinity College, es lejos el corazón de la ciudad. Las callecitas y centros comerciales que cruzan Grafton Street, su calle peatonal, tiene las mejores tiendas, cafés y restaurantes. Liffey, su río principal, divide a la ciudad en dos: un sector sur (que suele estar asociada a la clase media y media alta) y el norte, generalmente visto como clase trabajadora. Y es en el sur, entre la calle Damey el río Liffey, donde está el área de Temple Bar, entendiéndose por bar “paseo al lado del río”, un lugar de reunión ameno, imán de turistas. Nadie pregunta si uno va a consumir o no. Uno ingresa y se encuentra con grupos musicales cantando a todo dar, oficinistas que llegan tan pronto salen del trabajo y chicas que bailan felices, porque no hay mejor lugar donde ir antes de regresar a casa, sobre todo cuando hay mal tiempo.

 

 

Cuando le pregunté a mi amiga Cecilia Mackenna (quien fuera embajadora en Irlanda) qué lugar me recomendaría en mi viaje a Dublin, no dudó en decirme Trinity College y su Biblioteca. Esta bellísima universidad, bastión del protestantismo, se levantó en lo que fuera el sitio de un monasterio en 1592 y donde hasta 1906 los católicos tenían prohibición de ingresar sin contar con la autorización del obispo. Su Biblioteca -una de las más impresionantes del mundo- posee casi 3 millones de volúmenes, repartidos en 8 edificios. Su salón principal- The Long Room, de 64 metros de largo- contiene más de 200.000 libros antiguos en medio de bustos de mármol, encargados por la universidad, de filósofos y escritores. Bajo esa sala está el Treasury, sector que guarda los volúmenes más valiosos, como los manuscritos iluminados que se produjeron en Irlanda entre los siglos VII y IX. El más famoso, el Libro de Kells: uno de los grandes tesoros de la Europa medieval creado por monjes de Iona que se resguardaron en la abadía de Kells el año 806, donde yacen los 4 evangelios del Nuevo Testamento en latín (Mateo, Marcos, Lucas y Juan), que pudo haber requerido años de trabajo a los monjes que los copiaron en hojas de piel de ternera pulida, una obra maestra de la caligrafía medieval occidental y un tesoro nacional de Irlanda. Como también el Libro de Armagh, conocido como Canon de San Patricio, que contiene algunos de los más antiguos ejemplos de gaélico escrito, al menos en parte por San Patricio. Un santo que se le acredita haber introducido el alfabeto romano, el cual permitió a los monjes irlandeses preservar partes de la extensa literatura oral celta.

 

 

En cuanto a su cultura, en Irlanda se habló gaélico hasta el siglo XVI, idioma que los ingleses en sus 8 siglos de dominio lo hicieron decaer. Hoy la república es oficialmente bilingüe, y aunque solo un 3% lo usa regularmente, toda señalética ha vuelto a ser impresa en ambos idiomas. Un país con una historia literaria reconocida mundialmente, con figuras tales como George Bernard Shaw, Oscar Wilde y escenario de muchas obras de James Joyce.

 

 

Curiosamente, un país que luchó por su independencia para continuar siendo católico, es uno de los más avanzados del mundo en cuanto a temas valóricos. En los últimos 10 años, Irlanda ha logrado el divorcio, el aborto en 3 causales y el matrimonio igualitario por referendum. Hasta el día de hoy la salud y los colegios en su mayoría están bajo la administración de la iglesia. Recién hace 3 meses se levantó la exigencia de que, para entrar a una iglesia católica, se tenía que estar bautizado y confirmado. Yo, que tuve que ir a un hospital por una dolencia mínima, cuando desestimé en mi hoja de ingreso la pregunta sobre «religión», personalmente la enfermera rechequeó conmigo: ¿Católica, verdad? Y yo asentí, aunque después me dí cuenta de la connotación. 

 

PARA NO PERDERSE
  • Merrion Square, a metros del centro, uno de los parques georgianos más grandes, donde está el busto de Bernardo O´Higgins y la figura en colores de Oscar Wilde.
  • Grafton Street, llena de música en vivo. De hecho, la ciudad ha producido muchas bandas de éxito internacional como U2 y The Dubliners. A la vez, ejecutivos de discográficas dan vueltas en las calles para descubrir nuevos talentos.
  • La fábrica de cerveza Guinness, la destilería más grande de Europa, que exporta cerveza a más de 120 países.
  • Riverdance, en el teatro Gaeity, el fenomenal espectáculo de musica y danza irlandesa, que se ha presentado incluso hasta en el Radio City Music Hall de Nueva York..
  • Rebellion, mini serie en Netflix sobre el levantamiento de Viernes Santo de 1916 que gatilló el largo y sangriendo conflicto entre las fuerzas militares británicas y los revolucionarios irlandeses.
  • Y en O’Connell St. con el río Liffey, la estatua de Daniel O’Connell, considerado «el Emancipador o el Libertador», la figura política más importante en la Irlanda de la primera mitad del siglo XIX.

 

 

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