Periodista de la desaparecida revista Cosas, André Jouffé rememora sus tiempos en que -con su exótico estilo francés- nos hizo reir a muchos. Esta vez, cuando al ir a reportear el Festival de Cannes, estuvo en el Principado.

 

TEXTO: André Jouffé

 

El tren serpentea por las laderas de los Alpes Marítimos desde Cannes hasta el principado, pasando por Niza, Antibes y pequeños balnearios de lujo de pequeñas playas con bañistas millonarios. La juventud ausente porque son sitios estivales ancestrales, de las familias rally de Francia: grupo de la alta sociedad francesa que concentra la educación de sus hijos en ciertos establecimientos, veranea en los mismos lugares, son socios de clubes donde aún no autorizan la membresía a negros y gente de color, y cuya meta final es que los jóvenes se casen con sus pares.

 

 

Pasando le grand Rocher, uno cae en el centro de Mónaco. Mirando al mar, tan pacífico, pero que le costó la vida a Stefano Casiraghi, segundo esposo de Carolina de Hannover (nacida Grimaldi), yates de ensueño para evocar a un Gran Gatsby y naves para cubrir distancias continentales. Ese Mediterráneo que hundió al Poseidón, también hizo trizas el catamarán de Casiraghi, dejando una viuda con tres hijos. El mar traiciona como la montaña. Sobre las cubiertas, chefs contratados de diferentes países, preparan el almuerzo a la vista de los curiosos. Mujeres y hombres de todas las edades, volúmenes y nacionalidades, lucen bronceadas mientras sostienen una copa de champagne helado con unas gotitas de licor de cassis (kir royal).

 

 

Es primavera, el calor soportable. A la derecha, Montecarlo con su palacio ahora puertas abiertas con visitas guiadas al público. A la izquierda, un edificio sobre otro y túneles que reúnen la ciudad para no escatimar un centímetro. En Le perroquet, los jóvenes ya comienzan su carrera de fiesta de fin de semana, en las cuales participaba activamente hace veinte y tantos años la niña terrible de Mónaco, la princesa Stephanie. Al interior del Palacio, Alberto trabaja en su oficina, con la puerta abierta para que las visitas asuman que una testa real también ejerce labores. Todo al interior es terciopelo rojo; las cortinas, las paredes y el acolchonamiento de los muebles de caoba. Lo valioso ha sido puesto a resguardo de presuntos turistas cleptómanos. Mientras divisamos graderías que se arman para el Gran Prix de Fórmula Uno que se disputa según calendario oficial la última semana de mayo, nos encaminamos al Hotel Sporting, una versión moderna para quienes se sienten aplastados por la suntuosidad del Loewe; aunque  en materia de precios, es lo mismo. Mientras el sol desaparece lentamente rumbo al atardecer del Magreb africano, nos llevan al Casino. Mármol, belle epoque remozada, una sección de juegos clásicos y otros modernos. La gente producida, gana y pierde con elegancia y ya no se ven los personajes de Dostoievski (El jugador), de cuellos amarillos y codos de chaquetas transparentados por el uso cotidiano.

 

 

 

Hace 45 años exactamente, viajé desde Cannes (donde cubría el festival) a Mónaco, y sin tapujos me dirigí a la oficina de prensa del palacio. Cuando les mencioné mi nacionalidad, me llevaron donde Nadia Lacoste, secretaria privada de Monseigneur. Al parecer le caí simpático y, aunque el soberano no suele conceder entrevistas, me hizo sentar frente a una underwood para que redactara un cuestionario. Grande fue mi sorpresa cuando días más tarde me llamaran al hotel y citaran para el sábado de la misma semana al palacio. Para tanta pompa y circunstancia, reventé la Diners y me compré un terno azul, zapatos, camisa y una corbata. Sobre el encuentro con Rainiero he escrito mucho, incluida el gaffe de ambos: al príncipe se le soltó un botón de la camisa a la altura del vientre y a mí se me olvido cortar la etiqueta del precio de la corbata recién adquirida.

 

 

Nadia Lacoste fue temporalmente alejada de palacio y yo seguía enviándole tarjetas de Navidad.  Tuve mi premio cuando dos años después, la madre del abogado de Palacio, me escribe: “Mon cher Andre: Usted fue la única persona que consciente de mi ausencia de la familia Grimaldi, se acordó de mí. En esas circunstancias fue un apoyo inmenso su expresión desinteresada por mí. He vuelto a Palacio. Inmediatamente después del festival de Cannes, lo invito a usted y a su esposa a alojar en el Sporting, al lado del recinto donde tendrá lugar la versión anual del World Music Awards. De esta manera nos vimos instalados a todo trapo tanto en el hotel como en el salón de eventos de Mónaco. Los WMA reúnen los discos de platino del mundo entero; animaban el espectáculo Whitney Houston, Ringo Starr, Michael Jackson e increíblemente, Loredana Perasso acompañada del chileno Lolo Peña, esposo y padre de tres hijos. Fue circunstancialmente, en esta velada, cuando conocí a Claudia Schiffer y pude entrevistarla, al igual que a la veterana Bond, Ursula Andress. Al terminar el espectáculo, en ese tiempo se cenaba ahí mismo, el cielo del recinto se abre y deja ver el firmamento estrellado. Acto seguido, un despliegue de fuegos artificiales. El paraíso en el tiempo suspendido.

 

 

 

A la semana siguiente, volví para visitar el mundialmente conocido jardín Botánico de Montecarlo y a las pruebas finales de Fórmula Uno. Luego de recorrer los boxes de los pilotos, Eliseo Salazar estaba entre los ellos, decidí volver al hotel. Para acortar camino, habiéndome asegurado el fin de las pruebas de ensayo, en vez del camino habitual, ingresé al túnel que conectaba con el otro sector de la ciudad. Grande fue mi sorpresa cuando a mitad de camino, siento el ruido infernal de un bólido. Me apego a la pared: Jacques Laffite, uno de los más celebres y a la vez simpáticos corredores de esta ruleta rusa automovilística, había decidido “dar una vueltecita más”, para probar el motor. Fue como poner los oídos detrás de la turbina de un Concorde. Pese al apoyo, caí al suelo por el estruendo. Ya de pie, al salir del túnel no escuchaba nada; fue como un blanco auditivo, o pasar a negro cuando sobreviene un ataque de ceguera. Desde entonces, la audiometría marca un cincuenta por ciento en ambos oídos. Y todo por acortar camino.

 

 

 

Para concluir, Mónaco es caro, muy seguro; el único lugar del mundo donde jamás se verá un taco gastado, un zapato masculino que baje de la marca Church´s. Los 32 mil habitantes tienen un alto nivel de vida; los trabajadores provienen de Niza, a media hora en tren, o de Ventimiglia ciudad fronteriza italiana, a tres cuartos de hora de Mónaco. En otras palabras, son las ciudades-alojamiento de la mano de obra monegasca. Por las mañanas, uno aprecia la abalanza de inmigrantes diurnos. En las noches, el principado queda vacío, como una testa sin corona.

 

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