Debido a su condición de nómades, los Wodaabe tienen pocas oportunidades de relacionarse y encontrar pareja. La fiesta del Gerewol es la oportunidad para contactarse. Orgullosos de una etnia que se considera la más hermosa del planeta.

 

TEXTO: Gregorio Schepeler

 

Voluntariamente, y a propósito, fui a Níger en septiembre. Tiempo después leí al argentino Martín Caparrós, quien también viajó un septiembre, describiendo que este era “el país más pobre del mundo” por una serie de estadísticas que poco creo. Y lo hacía de forma tal que cualquier persona evitaría ese destino. Yo aún conservo recuerdos agradables. Allí viví algo sorprendente, que quizás ya no exista y que posiblemente él no conoció.

 

 

Niger está en el África subsahariana, donde termina el desierto. Es por donde circulan caravanas de nómades en busca de algún oasis donde descansar. Caravanas que comercian con la sal. Caravanas que siguen huellas ancestrales, invisibles, que los llevan a encuentros y a anticipados destinos. En Níger comienza el vuelo de regreso de las cigüeñas a Europa y sus nidos quedan solitarios. Todavía algunas langostas cubren los árboles y saltan por el aire cuando cruzamos, tapando el cielo. En este paisaje, un inmenso sol se esconde hasta el otro día y al otro extremo aparece la luna que nos ilumina. El sol y la luna junto a nosotros en las amarillentas arenas desérticas de Níger.

 

 

Somos seis curiosos, de ojos abiertos y mentes despiertas que en Santiago, conversando de las tradiciones que van desapareciendo, de los transhumantes que se van sedentarizando por las sequías, de las historias reales que se van mitificando y se transforman en recuerdos,  decidimos venir. Y venir a Níger especialmente al Festival anual de los Wodaabe. Ellos son un subgrupo de los Fulani. Así los llamaron los ingleses y que la etnografía francesa los denomina Peuls. Son los más ancestrales y los únicos que mantienen la antigua tradición del nomadismo. Viven entre el gran desierto del Sahara y los pastos de una inmensa estepa. Estos espíritus libres e indómitos, abandonaron sus buenas tierras de Nigeria para escapar de la presión colonial británica y de los jefes locales musulmanes, y así defender sus costumbres. Ellos son los WoDaaBe: gente del “tabú”. Esto es un pueblo que observa celosamente sus reglas. Sus vecinos les dicen despectivamente Bororos o Mbororos, que quiere decir “rebaño polvoriento”. Pastorean cebúes, ovejas, cabras, camellos. También tienen vacas y en ellas estaría el origen de la creación del mundo, ya que dios le dio forma a partir de una gota de leche. El prestigio masculino se mide por el número de cabezas de ganado. Ellos no practican la agricultura. Obtienen su cereal preferido, el mijo, mediante el trueque en mercados, y guardan las semillas y el aceite de sésamo en vasijas negras.

 

 

Desde Niamey, capital de Níger, viajamos con lentitud hacia el noreste por casi 900 kilómetros. El camino fue pavimentado por los franceses cuando eran gestores de este país y de quienes se liberaron en 1960, y sin duda, desde esa fecha, no ha habido mantenimiento alguno. Ahora quedan restos y los largos tramos es mejor hacerlos por fuera que ir esquivando hoyos del cemento destruido. Muchas horas. Una noche, por ahí. Y continuamos en la mañana. Vamos en dos jeep, llevamos nuestras carpas, mosquiteros, algo de comida y agua. Estamos acompañados de los choferes y del cocinero Nomá, quien es un personaje. Alto, distinguido, dice que trabajó en una embajada en Europa. En el camino nos detuvimos en un mercado y compró para nosotros. Nos prepara nuestra alimentación y la sirve sobre una alfombra desplegada en el suelo en medio de este desierto de arena, en bandejas plateadas, con servicios completos, casi como si fuera en banquete. Nuestros vehículos tienen recuerdo de antiguos aires acondicionados que hoy solamente adornan el tablero. Vamos con las ventanas cerradas para evitar que entre el aire quemante del día. Y viajamos, y avanzamos.

 

 

El objetivo: encontrar a los Wodaabe, a los nómades Bororos, que celebrarán una fiesta en algún lugar del desierto. Es la fiesta donde se baila el Gerewol. Es la celebración de la unidad de los dos linajes de los Wodaabe, que se lleva a cabo al término de la estación de las lluvias.  Son días de descanso, de relajo, donde se toma té y se prepara la ropa y el maquillaje. Es la culminación del año. Es el gran encuentro de estas tribus nómades que peregrinan o deambulan por el desierto, y que una vez al año se reúnen en algún lugar no conocido para los extraños. Después de todos esos kilómetros, de pronto abandonamos la antigua carretera e ingresamos al desierto. Libres. Sin ni siquiera huellas que seguir. Recto hacia adelante, casi sin destino. Por las arenas claras con espinos dispersos que parecen iguales. Para nosotros todo es similar, pero seguimos. Se atasca un jeep, más adelante el otro. Nos ayudamos. Nos vamos internando. Van varios kilómetros. No podemos detenernos. Tampoco lo queremos. Ya tendremos tranquilas tardes de observación bajo un sol que nos calienta con cerca de 50 grados a la sombra. Aparecen algunos pastores a los que les preguntamos. Unos nos dan señales precisas, otros nos engañan y damos vuelta en redondo. Pero el objetivo es claro. Tenemos todo un nuevo día para llegar, para encontrarlos en este abierto e infinito paisaje. Nosotros estamos decididos a participar en su convivencia temporal, a conocer su festival.

 

 

No sé si por terquedad, curiosidad o el gran deseo. Continuamos por el desierto y finalmente, quizás por casualidad, llegamos al enorme campamento de este pueblo nómade, que la mitología cuenta provenir de Etiopía, al otro lado de este continente. Y recordando nuevamente a Caparrós, pienso que “la evolución se acaba acá”. Es el origen. Un comienzo que permanece, pero se va a esfumar. Estoy obligado a reflexionar que la sedentarización avanza. El cambio climático, la falta de agua, de pastos, de alimentos, hace que estos pueblos hoy se movilicen menos y se estacionen por más tiempo en determinados lugares. Las sequías llevan crisis alimentarias y también terminan con los rebaños y a eso se agregan “guerras religiosas”, lo que provoca otros desplazamientos. Hay menos animales, menos cosechas, más bocas y una alta tasa de fecundidad. Se producen saqueos de cultivos y las aguas subterráneas están contaminadas. Son una población vulnerable. Algunos extranjeros autodenominados “solidarios” o “voluntarios” o “civilizados” o también “misioneros”, han hecho pozos que los mantiene más cerca de este abastecimiento; son como imanes que van borrando su tradición milenaria; les han explicado la importancia de la educación formal de sus países y la necesidad que los más jóvenes asistan a las escuelas con sistemas educacionales trasplantados. Se van a las ciudades y se convierten en vendedores ambulantes, lustrabotas o mendigos. Esta vida transhumante en el desierto tiende a ser cada día más difícil.

 

 

Ahora están ahí. Frente a nosotros. El lugar es una explanada muy amplia, de tierra. Casi arena. Debe haber unas 2.000 personas repartidas en ordenados espacios con calles invisibles por donde se circula. Son líneas paralelas que se pierden en el horizonte desértico. Nosotros tenemos ahora la oportunidad de conocer este grupo Wodaabe, estar en su festividad, recorrer su ciudad ambulante, caminar en los espacios sedientos, de calles agrietadas o de animales de mirada desértica, de mujeres decoradas y de hombres maquillados, de tradiciones que nos obligan a observar el mundo con otra mirada. Dejamos nuestros vehículos y caminamos en medio de los acampantes, y luego pedimos autorización para quedarnos unos días y participar del festival. Contentos bordeamos a los ya instalados, buscamos un lugar que nos pareció apropiado y ahí nos quedamos. Entre los dos jeep se puso una mesa y una especie de cocina. Al frente nuestros mosquiteros rectangulares, uno al lado del otro. Un poco más adelante unos espinos que pensamos serían útiles (luego vimos que los ocupaban para amarrar a camellos durante algunas horas). Salimos sin rumbo. Nos saludan, nos acompañan, nos hablan. Son distinguidos, con vestimentas elegantes. Nosotros continuamos atentos, merodeamos por sus caminos imaginarios mientras oscurece. Prendemos nuestras linternas para volver. Ellos se alumbran con la luz de la luna y de las estrellas. Están solo ellos y nosotros que, desafiantes desde Chile, llegamos. Nosotros: los seis chilenos y tres nigerenos que nos acompañan.  Luego encontraríamos a dos italianos con otros dos lugareños.

 

 

Esta fiesta anual es algo clandestina, escondida, secreta.  Tienen que evitar la llegada de otras tribus para mantener la etnia en estado lo más puro posible. Se trata de oficializar relaciones matrimoniales y de parejas. Se van juntando en el desierto y van formando sus suddus o tiendas o casas, que son pequeños asentamientos que corresponden a una familia.  Tienen una sola cama para los padres, mientras los hijos duermen en la tierra sobre tapetes. No existen techos. Trasladan sus utensilios ordenados en paquetes atados, en los que destacan las calabazas y cacerolas, símbolos de riqueza de las mujeres; cocinan prudentemente en los alrededores y guardan a los terneros amarrados durante el día mientras el ganado adulto pasta en otras latitudes cercanas. Tratan de no comer en público. Son discretos, limpios, meticulosos, prudentes, amigables, pacíficos. Los vemos preparando sus alimentos en base al mijo y leche agria que han dejado fermentar al sol. Son una especie de bolas que días después nos llevan de regalo para que comamos. Nosotros les ofrecemos una pasta que rechazan de forma educada y amable. Todo existe en perfecto orden. El urbanismo nómade está presente con normas desconocidas.  No hay gritos. No hay suciedad. No hay olores. Solo se abren los corazones y las mentes y nos conectamos. Hay un mutuo respeto. Son muy hospitalarios.

 

 

Durante este encuentro, en el día circulan en grupo. Mujeres y hombres en forma separada. Ellas arregladas. Peinadas de diversas formas, con un moño que casi cae sobre la frente, con distintos grados de dificultad y con múltiples adornos: desde pinzas hasta complicados arreglos de mostacillas de colores. Elegantes, bellas. sutiles.  Caminan agrupadas, susurran canciones. Nos acercamos y conversamos. Ellas vienen a nosotros, algunas niñas bailan.  Se observan paraguas multicolores que las protegen del sol desértico africano. Los hombres con túnicas de colores y grandes turbantes que incluso esconden gran parte de la cara.  También se acercan y con ellos también conversamos o nos comunicamos. Algunos con restos de espejos que guardan como tesoros, están maquillándose. Nos anuncian que en la tarde llegan los extranjeros invitados, que finalmente se divisan envueltos en una nube de polvo y un sordo sonido en medio de una bruma de arena y ya bajo la luz de la luna.

 

 

Los visitantes llegaron desde el oeste en varias decenas de camellos decorados. En su calidad de invitados no llevaron animales, ya que sus necesidades son satisfechas por los invitantes. Orgullosos se desmontaron ceremoniosamente, se presentaron con sus ropajes de gala y sus grandes sables, esperaron que les dieran la bienvenida en un largo rito.  Sacaron las coloridas monturas, sin sonido se instalaron en grupos rodeados de los camellos guardianes arrodillados, acarrearon ramas de árboles muertos que clavaron como estacas para colgar sus pertenencias, luego desenrollaron las alfombras, tomaron te y esperaron la llegada del otro día.

 

 

Los invitados eran los Tuareg, los hombres azules, los señores del desierto, que ahora dormían. Los Wodaabe también dormían. Cada uno de nosotros, acostado bajo mosquiteros casi transparentes, miramos las estrellas.  No hay nubes. Sobre nuestras cabezas un azul profundo, luminoso.  Hay luna en creciente, casi llena. La luna, en perfecta conjunción con Venus, sin duda no es coincidencia y con todos reunidos la fiesta puede comenzar. Escuchamos los cantos y con esos susurros lejanos. También nos dormimos sobre la arena de Níger y bajo el cielo infinito de África. Una noche plácida. Despertamos temprano. Nuevamente estamos rodeados. Nos miran. Nos sentimos como unos seres raros. Nos quedamos tranquilos dentro de nuestros pequeños cubículos transparentes. Hay gente que circula alrededor de nosotros, animales que se encaminan al oasis cercano, niños pastores, mujeres aguateras, burros, búfalos. Estamos aún acostados, casi inmóviles, hablando despacio entre nosotros, pero estamos con ellos.

 

 

El día es tranquilo. Ya están los Wodaabe y llegaron los Tuareg. Las suddus ordenadas.  Las mujeres mayores machacan el mijo y el sonido de los golpes en los morteros de madera, está por todos lados. Los otros deambulan. O deambulamos. A mediodía nos refugiamos en improvisados techos bajo los espinos que han dejado libre los camellos.  El sol está sobre nosotros. Después de unas horas, salimos nuevamente. Hay carreras de camellos de hasta 10 kilómetros. Conozco al jefe del festival, conversamos en su oficina temporal bajo un gran espino que le han agregado hojas y ramas para protegerse del sol. Nos explica que este es un encuentro para gente joven, cuyo objetivo es que se produzcan uniones o parejas entre hombres mayores de 20 años y mujeres mayores de 14. Se va a bailar el “gerewol”, que es una especie de iniciación, y que todos los hombres deben participar a lo menos una vez en la vida. Sin duda la vida familiar de un grupo nómade es muy importante. Deben organizarse, establecer trabajos, tomar decisiones. Vivir. Convivir. Trasladarse conjuntamente. Pero, todo esto desaparece en esta fiesta. Hay otra estructura, de todo el grupo. Existe una persona llamada “maire”, algo así como “alcalde”, que coordina y quien nos autorizó a quedarnos. A él lo visitamos. Nos entrega alguna información que le solicitamos. Nos explica algo del festival. Disimuladamente, él nos cuida. Bajo él, varios responsables: el encargado de los hombres solteros; el de las mujeres solteras; el de las mujeres casadas; el de los viejos y el de los más viejos. Se ha terminado la férrea estructura familiar, y durante estos días, se acatan las órdenes de estas personas. Ahora entiendo los paseos durante el día. Son de conocimiento, de búsqueda de pareja en forma disimulada, de coqueteos que poco comprendemos. Durante este día se siente que todo ha cambiado. Hay más algarabía, más ruido. Y en la tarde se inician los bailes.

 

 

 

Los hombres deben maquillarse y vestirse adecuadamente para bailar.  Se ponen polvo amarillo, como de cadmio, dibujos negros y blancos en la cara con algo de grasa. Alrededor de los ojos y los labios, color negro, para destacar el blanco de los dientes y de los ojos.  Desde la cintura cuelgan especiales ropajes de cuero y una especie de poncho angosto, bordado, llega hasta las rodillas. Del cuello cuelgan talismanes, unos trabajados en cueros rojos, símbolos de poder, sobre el pecho desnudo hay collares. Usan varios cinturones, se adornan los brazos y las piernas con cueros y pelos blancos de cabras machos. Sobre la cabeza, turbantes y sombreros cónicos de paja con plumas de avestruz. Es una exhibición de belleza masculina. Dicen que son el pueblo más bello del mundo. Desde que nacen cuidan su cuerpo. Se preparan largamente para bailar. Cultivan su voz y practican el movimiento de ojos. Mantienen unos dientes grandes y extremadamente blancos. Ellos se van a exponer. Ellos se muestran. Y en la tarde bailan. Cuando están listos, se prende fuego y uno de los más ancianos se acerca para invitar a iniciar las danzas. Son grupos de hombres estrechamente unidos. Se ubican en una larga fila, los hombros se tocan, se mueven suavemente hacia arriba y abajo, con los brazos estirados hacia adelante, algunos comienzan a cantar con un sonido bajo (do menor), luego otros más altos cantan con una voz aguda. Sol / mi / do.  Los altos y bajos se entrecruzan, a veces se interrumpen. El sonido bajo que va aumentando. Muestran sus teatrales sonrisas destacando la blancura de sus dientes y abren y mueven sus ojos. Hay mucha mímica. Avanzan a saltitos, suenan sus adornos, alternando sus sonidos con cantos débiles y fuertes. Son bailes hipnóticos que se repiten durante horas. Al frente de ellos están las mujeres, que les gritan y animan. También los examinan, se acercan, se saludan, hacen venias, se ríen. Entre los bailarines y las mujeres, un hombre con una varilla impide que las mujeres se acerquen mucho. Obliga a mantener una distancia. Dicen que las mujeres eligen a los hombres. Los miran en sus vagabundeos diurnos, lo comentan con sus amigas, los conquistan, se enamoran. Los hombres me cuentan que esa es una creencia falsa. Que ellos preparan un ungüento con miel, pasto, cereales y otros elementos secretos, que comen tres veces para tener una voz muy dulce y poder mover los ojos rápidamente para acrecentar su resistencia en el baile, ponerse en estado de excitación y realzar su belleza, y sobre todo para embrujar a las mujeres. Así logran una especie de hechizamiento de la mujer que los ha cautivado, lo que las obliga a elegir a quien premeditadamente actuó frente a ella. Cuando los bailarines abandonan las plumas de avestruz y las cambian por crines de camellos, se habrá formado una pareja.

 

 

El festival dura siete días. Nosotros nos vamos acostumbrando. Los vamos conociendo. Se ríen con nosotros, o de nosotros. Nos ayudan con los turbantes para protegernos del calor. Nuestro primer asombro se ha ido diluyendo y ya estamos más relajados y vamos comprendiendo la rutina diaria. Podríamos seguir con ellos. En el pequeño oasis cercano, lavan a los animales, también ellos. Nosotros solo observamos. Con preocupación comprobamos que nuestra reserva de agua que guardamos en los jeep se va reduciendo, se va a acabar. Pensamos que estamos por lo menos a un día de distancia de algún lugar en que podamos comprar. Y más luego, debemos partir. Me llevo el recuerdo de este pueblo nómade orgulloso, unido a la tierra, que es uno con sus animales, la medida de su riqueza. Eso y la belleza física son sus tesoros.  Todo lo que tienen, lo llevan encima.

 

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