Gracias a un proyecto Fondart, esta joven Licenciada en Artes con mención en Restauración, con un Magister en Antropología con mención en Arqueología, concretó en Perú  su búsqueda de sonoridades que los artesanos del pasado lograron emitir en sus instrumentos musicales de cerámica. ¿El lugar? La ruralidad misma, próxima al Cuzco. Aquí su aporte en pandemia.

 

 

TEXTO: Francisca Gili

 

Corre el río Vilcamayu, alimentando las siembras de este valle. No por nada, en quechua, el vocablo Vilca significa “lo sagrado”. Este enclave queda a una hora de distancia de Cuzco, ciudad turística saturada de estímulos cosmopolitas. En cambio aquí, en una zona más rural, son muchos los pobladores locales y la vida sigue teniendo muchos aspectos de su usanza tradicional. El solo respirar el aire de esta parte del altiplano nos hace viajar a sus tiempos más remotos, donde todo el entorno conectaba con la divinidad.

 

 

En uno de los afluentes de este río se encuentra la comunidad de Yanahuara, y para llegar hasta allí, camino entre chacras y campos de cultivos, subiendo por pequeños senderos desde donde me dejó una pequeña combi, “la movilidad”.  Mientras avanzo, observo que en una de las chacras están haciendo trabajo comunitario para sembrar. Los hombres se afanan en labrar la tierra, mientras las mujeres que los acompañan van depositando las semillas que guardan en sus polleras. Voy a encontrarme con Alfredo Najarro, destacado ceramista local que ha dedicado su vida a replicar en cerámica instrumentos musicales del pasado prehispánico. Una casa de adobe entre los cerros, del color de su tierra, bajo su tradicional techo de tejas rojas, cobija a estas manos alfareras.

 

 

Desde hace más de 15 años, me dedico a investigar los sonidos del pasado prehispánico. En mis inicios conocí a Alfredo porque él trabajaba en un proyecto del Museo de Arqueología, Antropología e Historia del Perú, que investigaba sobre los instrumentos musicales de una cuantiosa colección. Con fotos, radiografías y registros de frecuencias sonoras, él se iba de vuelta a su taller y así empezó a trabajar en esto. Desde hace años, su misión es diseñar estrategias y explorar técnicas que permitan replicar las sonoridades que los artesanos del pasado lograron emitir en sus instrumentos musicales de cerámica. Para mí era un honor que él fuera ahora mi maestro para conocer estas técnicas ancentrales.  Durante tres semanas recorrí día a día ese sendero entre cultivos para llegar a su casa. Fue un sueño que perseguí durante muchos años, y ahora me tocaba aprender a modelar la cerámica para hacer que el viento pasara por su interior, emitiendo sonoridades.

 

 

En Los Andes precolombinos se exploró de modo exhaustivo la confección de artefactos sonoros de viento hechos de cerámica. Hay cientos de ellos en numerosas colecciones, dando cuenta de diferentes variantes tecnológicas que permiten al viento vibrar, para así sonar. Flautas y trompetas de muchos tipos acompañaron a estos hombres del pasado en sus ceremonias, rituales y otras actividades. Hoy sabemos, gracias a las actuales comunidades amerindias, que probablemente estos sonidos permitían comunicarse con las entidades no humanas que habitan en el entorno, como los ríos, mayus, o los cerros, apus. Sin duda, la música era una compañera de la vida, que se entendía de un modo muy distinto a como lo conceptualizamos hoy desde la urbe occidental. De hecho, existen numerosos contenedores cerámicos para líquidos que, escondidos entre sus asas y golletes, tenían pequeños silbatos, los cuales, en algunos casos, suenan tras soplarlos y, en otros, suenan gracias al desplazamiento de los líquidos en su interior. Así el agua o la chicha tenían la capacidad de hacer música. Era el sonido de Los Andes y hoy las llamamos Botellas Silbadoras.

 

 

Mis recuerdos están empapados por la luz que emana de ese valle, de sus olores, y vuelvo a sentirme inmersa en su quietud y maravillada con los colores de los textiles tradicionales que visten a la mayoría de quienes moran en estas latitudes. Mi viaje me llevó a aprender de la tierra, del trabajo con el barro y del modelado de la arcilla. Estas botellas con silbatos eran el fin de mi viaje.  Muchos van a esas tierras a encontrarse con la majestuosidad arquitectónica de Machu Picchu, y yo me encontraba allí, viajando para encontrarme con la deslumbrante tecnología de estos sonidos del pasado…

 

CON MI BOLSITA DE ARCILLA

 

Alfredo fue muy claro cuando me dijo: “Si alguno no suena bien, lo vamos a destruir aquí mismo”. Así es que, con rigor, fui confeccionando estos pequeños silbatos que después integraríamos en una serie de botellas escultóricas que diseñamos. Me llevaba una bolsita con un poquito de arcilla, un cuchillito y una cajita plástica para salir a pasear en las tardes. Caminando por las terrazas de cultivo, emplazadas en milenarios muros de rocas en las ruinas de Pisac, buscaba una sombra y ahí empezaba a modelar. Contemplando el horizonte, entre montañas y poblados, soplaba para probar que los silbatos que iba haciendo sonaran muy bien. Tenía que asegurarme que mis piezas no corrieran el destino final de ser sacrificadas contra el suelo. Así, me senté en la sombra de una vereda en las calles incaicas de Ollantaytambo, y luego me instalé a tomar una emoliente en la plaza de Urumaba. Con mi bolsita de arcilla, el cuchillito y una pequeña cajita plástica donde guardaba las partes de las botellas que ya tenía listas.

 

 

El mío fue un viaje al altiplano de hoy para conocer sonidos que me permitirían viajar al pasado. Así, se fueron los días y sus noches, y fuimos haciendo, fuimos creando. A veces partíamos a sumergirnos en las montañas, buscando minerales de colores. Muros amarillos y rojos nos daban la tierra con la cual prepararíamos los engobes para decorar las piezas. Por las noches, en el hostal, en Chasjuar, me comía mi sándwich de lomo saltado y seguía trabajando, dando forma a cinco contenedores silbantes de cerámica. En sus partes se condensaban todas las experiencias de este viaje. Uno de los últimos días hicimos una especial travesía hasta Calca, cruzando otros senderos entre chacras, esta vez bordeando un canal, para llegar donde una amiga de Alfredo que nos prestaría su horno para cocinar las piezas. Llegaba el anhelado momento de ver el resultado final. Experiencias permeadas por la arcilla quedaron resguardadas en mi memoria como fotos. Y los sonidos, cada vez que los replico, desde mi valle del Mapocho, me hacen viajar de vuelta a esa experiencia en las alturas del altiplano.

 

 

Ahora, tras casi un año de encierro, en esta extraña cuarentena que el mundo entero ha tenido que resguardar por el COVID 19, mi taller ha sido un refugio, un espacio desde donde viajar. He dado vida ya a más de veinte contenedores cerámicos con las técnicas aprendidas, pero con un lenguaje contemporáneo, en los cuales, a usanza de los tiempos pasados, he integrado silbatos en diferentes variantes. Así, mi soplo ha hecho cantar a los cantaros, y también el agua dentro de ellos ha generado un despliegue de vibraciones sónicas que me hacen recordar. Sus sonidos despiertan las memorias de los senderos recorridos entre aquellas chacras perfumadas, de la calidez de la familia de Alfredo, de las tardes vagabundeando con mi bolsita de arcilla y de los sonidos que despiertan el ayer.

 

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