TEXTO: Olga Kliwadenko

 

Eran apenas 5 mil griegos contra más de 50 mil turcos, aunque algunos historiadores elevan la cifra a 80 mil e incluso hasta 200 mil. Los bizantinos combatían con flechas, lanzas y unas pocas y anquilosadas catapultas, mientras los otomanos bombardeaban a diestras y siniestras, gracia a una poderosa artillería pocas veces vista en esos tiempos. Lo peor era un cañón de nueve metros construido especialmente para la ocasión, que más de 100 soldados musulmanes y 90 bueyes apenas podían arrastrar, a tramos cortos y agotadores, a un ritmo de dos kilómetros por día, hasta las puertas de Constantinopla. El imperio estaba bien preparado para la guerra, especialmente esa ciudad. Repelió innumerables ataques gracias a las catapultas que los propios bizantinos inventaron, al igual que el “fuego griego”, cuya fórmula mortífera es un secreto hasta de hoy, si bien muchos científicos siguen tratando de descubrirla, combinando derivados del petróleo y cal viva. El denominado “fuego valyrio”, de la serie «Juego de Tronos» se inspiró, precisamente, en esa poderosa arma que producía una llama tan intensa, que ardía al instante al tomar contacto con el agua y debajo de ella y que era imposible de apagar.

 

 

HISTORIA BIZANTINA

 

El Imperio Bizantino, la continuación medieval del Imperio romano de Oriente, inaugurado en el año 320, con su bella y opulenta capital había resistido mil años, 10 siglos y enfrentado todo tipo de ataques. Pero a todos sobrevivió. Gracias a eso, durante el siglo XII, Constantinopla fue la capital más rica de Europa y por siglos dominó el Mediterráneo gracias a su próspera agricultura y a su industria textil. Su riqueza no era solo económica, abundaba el conocimiento, la tecnología, la ciencia y la espiritualidad. En Constantinopla existía una de las mayores bibliotecas del Viejo Continente y en el año 340, se inauguraba la primera universidad del mundo.  Pero, pese a la dignidad de ese imperio y de sus protecciones, esa húmeda y gélida madrugada del 29 de mayo de 1453, con la luna en cuarto menguante, tal como lo indicaban las profecías, el imperio vivía sus últimas horas. Todos los esfuerzos fueron en vano, pese a la grandeza con la que sus habitantes y gobernantes defendieron el territorio. Cuando el sultán Mehmet II llegó a las puertas de la Basílica de Santa Sofía, se bajó de su caballo, se arrodilló y rindió homenaje a Dios, ya estaba todo perdido y, sin esperar, se desataban tres días completos de pillaje y saqueo desenfrenado que era un clásico de la época. La caída de Constantinopla fue la consumación de una tragedia; el derrumbe de una civilización como nunca antes existió; la pérdida de un imperio que representó el freno máximo y seguro contra el islam, mientras el cristianismo y la civilización europea se daban el tiempo para madurar; la destrucción de un sistema que guardó celosamente el legado del Imperio Romano Occidental, amalgamándolo con el clasicismo griego y un cristianismo de una intensidad y amplitud devocional como pocas veces se vio en la historia.

 

 

LA CAIDA DE CONSTANTINOPLA

 

Constantinopla moría para siempre y entre los escombros humeantes y las cenizas inertes nacía, adolorida y silenciosa, la actual Estambul, que con el tiempo se transformó en una ciudad hermosa, reluciente, vibrante, la única del mundo instalada en dos continentes, el europeo y el asiático, separada por el Estrecho del Bósforo y creada sobre siete colinas, en recuerdo de Roma, llenas de tulipanes de los más intensos colores, plantas que nunca fueron oriundas de Holanda, sino que de esos territorios. Una ciudad fascinante, electrizante llena de secretos, curiosidades, lugares y costumbres únicas, una fusión de dos de los imperios más grandes que vio jamás la Humanidad, más un siglo de República luego de la Primera Guerra Mundial cuando los vencedores se repartieron los despojos del imperio otomano.

 

 

Imposible dejar atrás la historia, si bien Estambul tiene muchas atracciones modernas, pero el peso de la noche es tal, que sobrecoge, especialmente si se tiene la suerte llegar por mar y ver desde la distancia cómo poco a poco va tomando forma esa inmensa mole que es la antigua Basílica de Santa Sofía, que desde cualquier ángulo se recorta sobre un cielo azul, impoluto, casi trasparente. Por más de 900 años, de un total de 1.500, ese lugar religioso de una belleza y magnificencia inigualables albergó a la Iglesia Ortodoxa Oriental, salvo un breve período en el siglo XIII en que fue una catedral católica bajo control de invasores europeos que saquearon y ocuparon Constantinopla durante la Cuarta Cruzada. Tras la caída de Constantinopla, fue convertida en mezquita y las medialunas ocuparon los altares, desaparecieron las cruces, se destruyeron cuadros, figuras, valiosos frescos y espectaculares mosaicos bizantinos, tapados con cal, agua y arena. Después de la Primera Guerra Mundial fue un museo y ahora el actual Presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdoğan, para decepción de Occidente, desea volver a transformarla en lugar de culto musulmán. Detrás de este reciento religioso se encuentra el famoso Palacio de Topkapi, ahora un museo, pero que fue el lugar de residencia de 24 sultanes durante 400 años. Allí, entre otras maravillas, está el famoso diamante Spoonmaker de 86 quilates.

 

 

La Cisterna Basílica, construida en el siglo VI por el emperador Justiniano I, fue la reserva de agua más grande en el Gran Palacio Bizantino y todavía se puede visitar. En un ambiente lúgubre formado por 336 columnas, era donde se guardaba el agua en caso de un sitio de la ciudad. Un breve paseo por el Bósforo, una visita al Cuerno de Oro, un estuario a la entrada del estrecho del Bósforo, que divide la ciudad turca en dos y una estadía en la zona asiática pueden complementar perfectamente la estadía.

 

 

El Gran Bazar es otro lugar imperdible: se trata de uno de los mercados cubierto más grandes y antiguos del mundo, y uno de los primeros centros comerciales del planeta, construido en 1456. Cuenta con más de 4.000 tiendas, distribuidas a lo largo de 64 calles, dos mezquitas, 4 fuentes de agua, restaurantes, cafés y 22 puertas antiguas. El segundo comercio más apetecido es el Bazar de las Especias, un lugar mucho más pequeño que el anterior, pero desbordante de los aromas intoxicantes a cúrcuma, pimienta molida, canela, azafrán, cilantro para condimentar la pizza turca o lahmacum;  las çorbas o sopas frías o caliente, que se toman durante todo el año; las lentejas rojas o mercimek y por supuesto el Döner Kebap, conocido por ser el verdadero embajador internacional de la comida turca que es cordero cortado en lonjas que se asa en la medida en que una enorme torre de carne va girando.

 

 

Los postres son interminables y deliciosos, especialmente si se hacen a base de la miel turca, la más cara del mundo, que llega a valer 6.000 dólares el kilo, extraída de una de las cuevas de 1.800 metros de profundidad de una localidad llamada Artvin en las montañas. El valor es por su difícil acceso y porque es realmente un producto milagroso, ya que las abejas sacan la materia prima, el polen, de plantas medicinales del lugar, a lo que se suman los minerales de la gruta. Pero, fuera de los grandes monumentos, Estambul es una ciudad viva, con gente cariñosa y excelentes anfitriones, capaces de cualquier cosa por agradar a los turistas. Son personas que aman la vida social y familiar; cenan en compañía del Raki, el licor nacional,  una especie de aguardiente a la que ese le agrega anís y agua, lo que le da un tono blanquecino al que le llaman “leche de león”. Es una bebida alcohólica que, dicen, no emborracha ni produce resaca.

 

 

El baile ocupa un lugar importante en esa cultura, desde el sensual baile del vientre, una auténtica tradición otomana, pero de probable origen griego, hasta los derviches, una cofradía religiosa musulmana de carácter ascético o místico que giran con vestidos blancos, sin dejar de lado los muchos bailes guerreros. Los baños turcos son la versión otomana de las termas romanas y la ciudad está llena de ellos. Y por último un dato freak de Estambul; actualmente es la capital de los transplantes de cabello, al punto que es frecuente ver cantidades de hombre con la cabeza rapada y una banda en la cabeza. No son integrantes de una secta, son hombres que no quieren ser calvos y que encontraron el mejor lugar del planeta para solucionar su problema.

¿Cómo no querer volver a verla…?