Texto y fotografías: Marilú Ortiz de Rozas, con el apoyo en imágenes de Sofía Bernard.

 

Confinados a vivir adentro de la piel de cada uno, esta pandemia ha arrojado un velo de irrealidad a todo lo que nos rodea, incluidos nosotros mismos, pobres humanos que nos creíamos importantes ante el Planeta, ante el «Bendito Planeta». Pero, un minúsculo virus nos tiene de rodillas y, a estas alturas, estamos más en manos de la fe que de la ciencia. Sin embargo, en medio de esta pesadilla, anoche tuve un sueño.

 

 

Soñé que volvía a París, a esa maravillosa ciudad donde la gente aún estudia letras, música y filosofía, donde cuando uno pasa frente a la Casa Central de La Sorbonne dan ganas de persignarse, donde hay saxofonistas y acordeonistas practicando sus melodías bajo los puentes del Sena, y en cuyas riberas se instalan día a día más bouquinistes, o nuevos vendedores de libros usados. Ellos compiten con las grandes librerías del Boulevard Saint Michel. Como Gibert Joseph, en cuyos estantes colindan ejemplares por estrenar y los ya leídos, que uno puede llevarse por el precio de un par de baguettes. Compran y venden libros, funcionan casi como una casa mágica de intercambios literarios. Lo que multiplica por mil la capacidad de adquirir buena literatura en la Ciudad Luz, y no hay mejor panorama que llevarla a sus magníficos parques…

 

 

A los que nos gustan los libros usados, se pueden desinfectar con perfume y quedan para siempre asociados a ese aroma, y al recuerdo de la lectura en ese parque, imaginando que otros antes se emocionaron con esas mismas páginas. Y en medio de éstas, siempre sueño que encuentro un día una hoja con un mensaje de un alguien para un otro, un mensaje de amor o de furia, que deberé desentrañar o entregar, como en una novela.

 

 

Casi al final del Boulevard Saint Michel, se encuentra uno de los jardines más bellos: el de Luxemburgo, veintitrés hectáreas de ensueño, en el corazón latino de París, que datan de 1612 y fueron comanditadas por María de Médici, esposa de Enrique IV. En medio de sus cuidados y multicolores diseños paisajísticos ornamentados de centenarias piezas escultóricas, ante sus cantarinas fuentes de agua y flores, se dispone de unas antiguas sillas de fierro verdes. Instalarse a leer en ellas, es como empezar a habitar París. De Molière hasta Camus o Muriel Barbery, pasando por Sartre y De Beauvoir deben haberse sentado a leer en esas sillas, al frescor de la mañana o a la hora de los pictóricos atardeceres de los cielos de París. De hecho, Molière estudió cuando niño en el collège de Clermont, actual liceo Louis-le-Grand, que queda a pasos de allí, por lo que de verdad debe haber ido mucho hasta estos refinados jardines, así como todos los hombres y mujeres famosos, de letras y de estado, que han pasado por ese prestigioso colegio. Su edificio es casi tan imponente como el de La Sorbona —de la vieille Sorbonne, o sea la Casa Central, en la plaza que lleva el mismo nombre, toda flanqueada de cafecitos—, también muy cerca, y ambos siguen activamente gestando personajes ilustres para Francia. A lo largo del tiempo, todos esos alumnos han ido a instalarse en las sillas verdes du Luxembourg a repasar sus materias, a releer a sus clásicos, que no mueren.

 

 

PERSISTENCIA Y LITERATURA

Es que lo más impresionante de París, es que sigue igual, no cambia. O muy poco. Pasan años, décadas y siglos, y siguen en pie los mismos cafés, restaurantes, librerías, tiendas y bistrós de barrio. En los sectores más turísticos se han adicionado algunos McDonald’s o Starbucks, pero apenas uno se aleja de las grandes arterias para internarse por callejuelas más estrechas, se vuelve al París medieval, al de «Nuestra Señora de París», de Víctor Hugo, o al post-revolucionario de «Los Miserables», donde el tiempo se ha detenido. Por ejemplo, la rue Mouffetard —siempre en el mismo barrio V— que es más antigua aún, pues data de la época romana, y donde se levanta uno de los mercados más fascinantes de esta Francia Profunda, donde gallinas que cuelgan de las patas se tranzan a viva voz junto con quesos recién traídos del establo, y frutas y verduras huelen a chacra.

 

 

Por cierto, Víctor Hugo vivía en los edificios que rodean una de las más bellas plazas de París, la Place des Vosges, al otro lado del Sena, en Le Marais, y desde los Jardines de Luxemburgo se puede ir caminando. Se remonta Saint Michel, hasta cruzar el río, se pasa frente a la Catedral de Notre-Dame. El incendio la dejó como una boca a la cual se le extirparon algunos dientes, pero volverán a crecer, volverán, porque París no dejará a Su Señora con la triste sonrisa de los indigentes. Si uno tiene mucha suerte podría tocarle, por ejemplo, que esa tarde hubiese procesión del Señor de los Milagros, cuando peruanos residentes en la cosmopolita Ciudad Luz llevan en andas una imagen de Jesucristo, entre inciensos y cantos, hasta la nave central de la catedral. Eriza la piel. O podría uno, sin saber, ingresar a uno de esos estremecedores conciertos de órgano, en los cuales la tocata y fuga de Bach remecen los cimientos de la ancianísima urbe.

 

 

Nunca se sale igual de esa catedral, y luego, para donde se siga caminando, uno se pierde en la bruma de los espejismos, pero todo eso existe y vive. Si uno va hacia atrás de Nuestra Señora de París, se cruza a la isla de Saint Louis, que huele a humedad y elegancia de siglos pasados. Y atravesando otros puentes y callejuelas, se llega a la ya mencionada Place des Vosges, que data de la misma época que los Jardines de Luxemburgo, y antiguamente se llamaba «Plaza Real». Protegida del ruido y del paso del tiempo por los gruesos muros de ladrillos rojos de los edificios que la circundan, Víctor Hugo debe haber sido muy feliz en ese enclave de paz y belleza, hoy hogar de galerías de arte, boutiques, restaurantes y cafés.

 

 

Si uno sigue hacia la derecha, se llega a la histórica Plaza de la Bastilla, con su ópera moderna de fabuloso programa (accesible por internet). En cambio, si uno toma hacia la izquierda, se llega a Beaubourg, es decir al Centro Georges Pompidou, el museo de arquitectura rupturista que escandalizó a los franceses cuando se inauguró a fines de los setenta. Terminó por conquistarlos, porque además de sus colecciones, librería y exposiciones fabulosas —de arte moderno y contemporáneo— desde su cafetería en el último piso, es donde se encuentra una de las más bellas vistas de París…

 

 

UNA CIUDAD QUE ENCIERRA A VARIAS OTRAS

Otra gran alternativa para este paseo onírico, es simplemente devolverse a la orilla del Sena, y, ya sea desde la calle, o bajando las escalinatas hasta los muelles, caminar, firme y sin trastabillar, desde Saint Michel a Champ de Mars, por ejemplo, partiendo por la ribera derecha y devolviéndose por la izquierda. Péniches milenarias que aún navegan estas aguas a veces acompañan, al ritmo de aguas que lo han visto todo, que han visto desfilar la historia entre sus contenciones de piedra. Durante este recorrido, uno pasa por varias otras ciudadelas, cada una de ellas merece una visita de varios días, y se llaman El Louvre, Orsay. Luego de una escala romántica en el Pont des Arts, el puente del amor, donde se hacen votos para la eternidad, y luego del puente Alexandre III, viene el Grand Palais, otro espectacular centro expositivo. Después, siempre en la ribera derecha, se pasa ante el Palacio de Tokio (otro muy buen museo de arte moderno) y se llega al interesante Museo del Hombre.

 

 

Al frente, en rive gauche, la tan-lugar-común, pero siempre glamorosa Torre de Eiffel, y a su costado, otro museo que hoy es un emblema de la profunda relación de Francia con los pueblos primeros: el Quai Branly. Uno podría quedarse a vivir indefinidamente entre estas ciudadelas de París, y hay muchas más (Museo Rodin, Museo Carnavalet, Fundaciones Cartier y Louis Vuitton, etc.) pero este sueño dura una sola noche y creo que la caminata ya cansó lo suficiente. Ahora toca buscarse un pequeño restaurante de barrio, donde ir a reponer fuerzas. Mas, confieso que mi panorama gastronómico predilecto, que data de cuando era estudiante allá, es ir a una panadería a comprar una baguette fresca, conseguir buen queso y buen vino, para ir a instalarse ahí, en las mismísimas riberas del Sena; el mejor de los escenarios para ver cómo la oscuridad se va tragando a la ciudad y va arrojando lucecitas, al tiempo que uno alcanza a pedir un último deseo, y es siempre el mismo: volver.

 

 

Pero hoy París es una ciudad fantasma, escriben los que aún viven allá; confinados, contando sus muertos, pisándole los talones a sus vecinos italianos y españoles. Sin embargo, París, Madrid, Barcelona, Venecia, Roma, ya han pasado por guerras, por otras pandemias, por revoluciones, y no cambian, o muy poco. Se levantarán. Y volveremos, aunque por ahora sea en sueños…

Si hay algo que nos salvará es nuestra capacidad de soñar.