Para mi fue un privilegio compartir con María Teresa Infante, embajadora de Chile ante el Reino de los Países Bajos, un día en Amsterdam: la capital nominal -no gubernamental- de Holanda, ciudad en la que había estado hacía mucho. Sin embargo, tras el paso del tiempo, fue como haberla visto por primera vez. Comenzando con la maravilla del Museo Van Gogh.

 

 

A pesar que el asiento del gobierno neerlandés está en La Haya, es en Amsterdam donde se encuentran las principales atracciones artísticas. No solo encandila visitar el Rijksmuseum, el museo que cobija obras de Rembrandt, Vermeer y muchos grandes maestros, sino que hoy es una verdadera locura ingresar al de Van Gogh. Para garantizar el número de visitas en forma ordenada, el museo facilita la posibilidad de reservar -eligiendo con anticipación la hora, vía internet- la entrada de turistas provenientes de todas partes del mundo. El  2017, el museo recibió un total de 2.3 millones de visitas. Es el más concurrido de todo Holanda y en él se expone la mayor colección en el mundo de las pinturas y dibujos de Vincent van Gogh, el atribulado artista que trabajó aquí 5 años. Su historia es conocida. Al morir, su trabajo no vendido quedó en manos de su hermano Theo. Las 200 pinturas, 500 dibujos y 820 cartas que logró reunir tras su fallecimiento (que posteriormente pasaron a la viuda de Theo y más tarde a su sobrino) conforman el corazón de esta excepcional colección. Con una desgracia para mi. Prohibición absoluta de tomar fotografías.

 

 

Y yo, desprevenida al ingresar, lo primero que escuché de los funcionarios de seguridad fue: No camaras, please, aunque adentro -en sepulcral silencio y celular en mano- mil personas lo trasgredían. Como yo estaba junto a mi embajadora, me comporté a su altura y no me atreví. Y así, sin un registro físico, aprendí lo que no se expone en las películas sobre el artista: que, a través de sus cartas, fue posible conocer sus métodos de trabajo minuciosamente detallados, tanto desde la manera en que van Gogh experimentaba el color y la elección de sus materiales, como el uso de todo tipo de herramientas; que trabajó de una manera altamente sistemática, y que cada dibujo y cada pintura suya fueron intentos conscientes de avanzar. Distinto a la imagen del artista impulsivo y puramente emocional que yo guardaba. Y salí de allí con una extraña sensación. Si, había respetado y acatado las instrucciones del museo. Pero, debieron transcurrir días antes que se me pasara la pena por no haber podido fotografiar por lo menos parte de sus mejores cuadros.

 

DAM SQUARE

 

 

Todo en Amsterdam está tan cerca, todo tan caminable, que inexorablemente uno pasa por Dam Square: la plaza, corazón y cruce de encuentros de la ciudad, donde está el monumento a La Liberación, un obelisco de mármol construido en homenaje a los soldados caídos en la II Guerra Mundial y cuyo interior guarda tierra de las 12 provincias holandesas. Siempre lleno de gente, a su lado, Bijenkorf: uno de los centros comerciales más elegantes de todo Holanda. Con su modernismo interno (porque en su exterior conserva el mismo estilo de sus edificios históricos), pareciera ajeno a todo el resto de la ciudad. Y aquí, de no perdérselo: el restaurante de su último piso, donde todo lo que ofrece en comida, por lo menos para mí, fue demasiado exquisito.

 

UN PAIS LIBERAL

 

 

Disruptivo o no a ojos de muchos, Holanda es considerado uno de los países más liberales del mundo y -en base al derecho que tiene cada persona de vivir su propia vida- ha legalizado la prostitución. Así es que detrás de la Iglesia San Nicolás -a la salida de la puerta principal de la Estación Central- se encuentra el “barrio rojo”, una de las zonas más populares de la ciudad. Aquí, al atardecer y a ambos lados de sus calles, comienzan a iluminarse las vitrinas con provocativas ofertas femeninas en exhibición. A diferencia de hace años, ahora el barrio me pareció mucho más grande, con calles adyacentes que también se habían incorporado para vista de la multitud.

 

 

Dentro de su política de tolerancia, Holanda también despenalizó el consumo de drogas blandas. En pleno centro de Amsterdam, está el Museo del Cannabis, hay tiendas en que se expende marihuana y existen coffeshops, donde también se va a fumar (aunque curiosamente se prohibe el consumo de alcohol en espacios públicos). Y como corolario sus consecuencias, aunque uno no quisiera ver, como el de un joven adulto que cerca nuestro cayó al suelo como palitroque. Cinco amigos trataron de levantarlo, pero su cuerpo volvía a caer desarmado como un atado de palos inconexos. Dos policías, que llegaron al lugar, observaron imperturbables como si fuera una escena conocida. Intenté fotografiarlo con mi celular, pero la imagen salió borrosa. Fue mejor porque solo recordar aquel momento todavía me descompone.

 

 

Multitud de gente, idiomas inentendibles y diversidad de personajes inundan Amsterdam. Quizás, en la vida diaria, se reclame por el uso excesivo de bicicletas (el país registra mayor número de bicicletas que de habitantes). Mal que mal, los ciclistas tienen preferencia, disponen de ciclovías anchas, manejan veloces y casi nada los detiene. Y es que pareciera que todo el mundo quisiera gozar de esta ciudad, rodeada por más de 100 canales en medio de casas preciosas; con un transporte público excepcional -de tranvías y buses cronométricamente puntuales- para movilizarse a donde uno quiera; un escenario que jamás agota. Por lo que me despedí de esta “capital nominal” con emociones encontradas. Probablemente sea parte de su contrapunto. Porque si bien, por un lado debí partir tras haber disfrutado un día privilegiado, por otro lado -de corazón- feliz me hubiese quedado…